Nati Cristo grave y aguda
Hay una corriente subterránea en las aguas de la pintura rioplatense. Es raro encontrarla, porque no se le puede poner un nombre. Es una pintura muy visionaria pero que nunca levanta la voz, y que viene de la ilustración literaria, tal vez. Del arte sacro, tal vez. O del simbolismo católico, o del romanticismo… Cuando era muy chica Nati Cristo se ponía a pintar en la iglesia a la que iba a su familia. Por indicación de una tía, para no armar alboroto. (El sermón evidentemente la aburría.)
Y voy a hablar de un mito en el arte latinoamericano, al final. Es un mito que tendría varios mitos dentro: el mito de Cenicienta, el de Malinche, el de distintas formas de lidiar con las dificultades de comprensión que acarrean las asimetrías de poder.
Muchas de las pinturas de Nati Cristo están lejos y a la vez cerca del simbolismo religioso o esotérico al estilo de los grabados de los libros de alquimia que gustaban mucho en 1920. Frances Yates escribió sobre muchos de estos símbolos y tiene un libro (La ilustración rosacruciana, entre otros que no leí) lleno de imágenes hermosas y muy clarificadoras del rol del esoterismo en la historia política europea. Es una linda referencia, aunque Europa (no sé a ustedes) me parece un continente cansador, que todo el tiempo demanda atención. Prefiero intentar algo distinto.
Shulamith Firestone había propuesto un boicot, en los años 1970: las mujeres deberían dejar de sonreír. Yo propondía simular que no entendemos de qué se trata el arte europeo con sus grandes tradiciones y sus profundos símbolos. Suspender la comprensión, una especie de huelga, y refugiarnos en una mirada de otro tamaño, como la de una chica que tiene que soportar un sermón en la iglesia.
¿Empezarían a importar los colores, y no los símbolos? ¿Las texturas, el estado de ánimo interno, las diferencias en el material? ¿Cómo sería la religión si no la entendiéramos? ¿Y qué podríamos hacer? ¿Sería como fingir demencia y ya?
Los símbolos, las escaleras, las ruedas divididas, los efectos de “comprensión” de un posible pasado esotérico, o de un estado del mundo (p.ej. a través de conspiraciones, o simplemente a través de la racionalidad de los libros de historia) están ahí y a la vez, no.
Ahora, había una corriente subterránea, y mística, por dilucidar. Una pintura divinológica, pero muy suave. Y otras tradiciones, donde la pintura sí tiene la capacidad de establecer relaciones con el poder temporal, la “realidad”.
En la entrevista de televisión de la que tomé la anécdota de los dibujos en la iglesia, la conductora, Lisa Cerati, le dice a Nati que de ese momento de su infancia se le filtró algo por el lado de lo sagrado.
Nati no dice ni que sí ni que no, pero que la situación de rito tenía algo de seriedad. Una iglesia, o cualquier tipo de templo, es un lugar solemne, dice.
“Está llegando la palabra de dios.”
Nati Cristo podría pintar en un espacio sumamente estrecho pero lleno de pequeñas cosas lindas. Y nos faltaría un elemento todavía: las mercancías (lindas) y el metal.
En sus cuadros hay añadidos como masilla, papel maché, cadenas de metal, cosas en estado de juguete, adorno y bibelot, trabajos hechos en papel, estatuillas, celulares, textos y un montón de elementos abstractos y saturados, más cercanos a la cultura pop, al retrato publicitario y a la selfie que a ningún simbolismo religioso.
También nos faltaría un clima más nocturno, o una forma de autopercepción más extrema, que también está muy presente. El retrato como género es una rama del autorretrato, y el autorretrato es un vértice entre estados psicológicos.
Los personajes de Nati Cristo viven dudando, entre sombras de ilusión y desconcierto. Tienen estados de animo que yo no diferenciaría entre tristes y contentos, sino entre graves y agudos.
En pintura, habría que pensar en la línea y el plano para imaginarse una escala de graves y agudos, no en función del color, sino en función del dibujo.
Un elemento agudo tendría mucho contorno en relación con un área cubierta relativamente pequeña. Al revés, es más grave cuando cubre más área con menos contorno. El compás da una proporción de área cubierta por diámetro, y no cambia. Por encima de esa proporción (más contorno que área), agudo. Por debajo, grave.
En un cuadro ortogonal, el elemento más grave es el fondo. El dibujo cede plano a cambio de su propio despligue de formas cada vez más agudas. Por eso los dibujos animados a veces dan la sensación de chirriar como una rueda de bicicleta sobre piso mojado. (En la música de Penderecki también, por momentos la sección de cuerdas se mueve en círculos en una zona muy alta del registro, como un gato sin espacio.)
Ahora Nati Cristo está entre dos tradiciones, que al final se unen. Una es la pintura contemplátiva, el punto de origen en la corriente subterránea de misticismo que atraviesan artistas como Ana Moncalvo, o Emilce Saforcada, o Eloísa Morás. Todas eran artistas que volvían sobre los elementos del simbolismo romántico para huir de las discusiones estéticas de su propio momento. La otra tradición es la de la pintura eufórica, que puede ser aniñada (Marcelo Alzetta) o enteógena (Diego De Aduriz).
Emilce Saforcada, Primavera en el bosque, 1945
Estas tradiciones están un poco a la sombra, me imagino que no tanto (o no solo) porque el “misticismo” resulte un tema fácil de despreciar. Para quien quiere despreciar, cualquier tema es fácil de despreciar en realidad. Pero en esta corriente subterránea de una pintura al mismo tiempo mística y frágil, artificiosa y literaria, espiritual y border, hay un problema de asimetrías de poder que hay que conversar. No tiene que ver con que nos guste el misticismo o no, sino con la autopercepción del arte en una situación colonial.
En la última muestra de Nati Cristo, los elementos insertables que daban una volatilidad muy aguda a la pintura (hasta convertirla en una cartera o en un espejito portátil) ganan cuerpo, la estabilizan, le dan una situación vertical más clara. El papel maché y el metal dejan paso al cemento, un material duro pero que ella domestica, tratándolo de forma suave, hasta que parezca blando.
El 10 de mayo de 2020 Nati Cristo retwitteó un mensaje breve de Graciela Alfano:
Graciela Alfano
@iconoalfano
May 10, 2020
El universo está gobernado por números y leyes matemáticas y físicas.
Nuestra mente, reciclado de todas las impresiones que incorporamos, también.
Quién conoce estas leyes, administra su intelecto con inteligencia.
Quién administra inteligentemente su mente, es feliz.
En una de sus últimas obras, una chica de pelo rubio atado con moño, y que a la vez es invisible (como la proyección de la persona que mira) está a punto de meterse en una gruta, o portal a través de una escalera que podría estar hecha de golosinas.
Ahora los dilemas de la asimetría en la interpretación.
Hace unos días hablábamos con una amiga del síndrome Cenicienta en el arte de países como Argentina. Es cuando las obras que consideramos más determinantes y prestigiosas dentro de la escena local, apenas salen a la vidriera de una metrópolis extranjera, o apenas las vemos con un poco más de distancia, aparecen como obviedades indiferentes y pretenciosas. En el lenguaje de Cristina Kirchner, “se convierten en calabaza”. (Hay que notar que Cristina decía el comentario, sarcásticamente, de ella misma. Ella era la calabaza hechizada, no Cenicienta: ella y su gobierno habían sido un par de horas de confort y dignidad para un pueblo -Cenicienta que, puntualmente a las 12 de la noche, debía volver al yugo.)
El síndrome de Cenicienta al que me refiero es una especie de síndrome del impostor inverso: el siervo que en su propio hábitat es rey, y tiene quienes lo sigan en su capricho, en el extranjero se siente desnudo y humillado. El extranjero es el que no reconoce su condición de rey. No comprende qué hay de genial: donde otros ven un carruaje, él ve una calabaza. Pero es así porque una asimetría de poder anterior otorga al intérprete colonial, al extranjero, la capacidad de determinar qué es carruaje y qué es calabaza en el mundo confuso y extraño de las colonias.
La historia del arte en sociedades de matriz colonial continua es una historia de rebeldía, aceptación, o astucia contra ese poder de interpretación.
La solución de Cenicienta, es la más básica. Es como cuando, en una fiesta, la gente no quiere que se haga de día. Es decir, cuanto más lejos esté el intérprete capaz de señalar la calabaza y nombrarla, mejor.
Esta actitud es divertida pero reactiva, y explica la preeminencia que tiene, en el arte argentino, Antonio Berni sobre Marta Minujín. Berni es un artista que solo les puede importar a los argentinos, que siguen convencidos de su centralidad en el canon. (En el caso de Minujín ocurre rigurosamente lo contrario.)
Tanto Berni como Minujín son impensables sin la realidad colonial. Pero Berni parece capaz de negarla y actuar como si la realidad colonial no interfiriera. Ese es el deseo más vehemente de quienes viven bajo una asimetría de poder: que la misma asimetría no exista.
La solución inversa a la de Cenicienta es la de Malinche (no hace falta aclarar quién es): abrirle las puertas a la nueva hegemonía, traducirla, celebrarla de mil maneras.
Malinche es feliz dándole que sí a todo el que viene a conquistar. ¡Sí! Viene la inteligencia artificial, sí. ¡Sí! Vienen les extraterrestres… o vienen ángeles, sí también. ¡Siempre hay arte!
La clave de Malinche es la euforia: cualquier calabaza es un carruaje increíble siempre que sea extranjero. (“Dios en la disco”, el tema de Gaby Vex con DJs Pareja, tiene esta misma estructura.) El pensamiento de Malinche tiene un fundamento coherente: solo se puede amar lo extraño.
Pero hay una tercera solución, que es la de Alicia: escapar hacia adelante, perder volumen hasta filtrarse en un mundo con otros horizontes, donde el intérprete autorizado a tomar decisiones se pierda como un extranjero en un arrozal inundado.
De las tres soluciones, no hay una que sea mejor que las demás. Una es más defensiva (la de Cenicienta), la otra es más extrovertida (la de Malinche) y la última es más parecida a un don.
Según Nati Cristo:
La pintura viene a viajar por ese paisaje y a dejar rastros de vida, de movimiento, de agua; la palabra viene de las voces que flotan alrededor nuestro.